jueves, 19 de abril de 2012

Calle Fortuny, número cinco

Allí estábamos los dos, uno junto al otro. Yo escuchaba atentamente mientras mi abuelo relataba, absorto en su infancia, una de tantas anécdotas de su juventud. No era la primera vez que, fingiendo que le  atendía, me quedaba cautivado observando el jardín en el que nos encontrábamos. A la derecha del banquito en el que estábamos sentados se encontraba la piscina que tantos recuerdos había proporcionado a nuestra familia, era bastante grande pero cuando mis primos y yo jugamos a ser delfines siempre se nos queda pequeña. En esa piscina solo los más valientes son capaces de meterse de golpe, más vale bajar poco a poco por la escalerilla porque suele estar bastante fría. Era habitual, una vez cada mucho tiempo, organizar una comida con todos los primos de mis padres y tíos en cuyo momento más emocionante alguien caía al agua fría con ropa incluida. A nuestra izquierda se situaba un pequeño huerto, del que brotan las verduras más cariñosamente cultivadas de todo Granada. Solo había que alzar un poco la vista para contemplar la majestuosidad del jardín entero. Soy capaz de pasarme las horas muertas paseando por ese jardín. Con esa morera, uno de los símbolos de la casa, que se extiende en el centro del jardín; las tres palmeras que habían plantado mi madre y sus dos hermanas, cuyas alturas dependían de la edad de cada una, siendo la de mi madre la mayor, la pequeña la de tía Maite y la mediana de tía Juli. También danzaban por la verde hierba nuestras dos tortugas, Mari y Guari, que se perseguían mutuamente para satisfacer sus necesidades básicas de animal.

      Como era costumbre en verano, mi abuelo y yo nos bajamos a desayunar con el calor del Sol mañanero a aquel banco que él  había construido con sus propias manos, ásperas por el trabajo sufrido a lo largo de su vida. Pero asomándose por la puerta del porche apareció, interrumpiendo la historieta del abuelo Gregorio,  un niño de unos dos años y medio de cara angelical, cuya sonrisa prenda a cualquier ser humano que se precie, Martín. Se abalanzaba en carrera sobre nosotros.
    -¡Buenos días, agüelo Gregorio! ¡Hola, Antonio! - dijo con una enternecedora carcajada -. Me alegró mucho su llegada ya que entre los dos, aunque nos llevemos trece años, existe ese tipo sentimiento que hace que cuando estás con esa persona te sea imposible tener un pensamiento negativo, todo es extraordinariamente placentero.

-        - ¡Hola, Martín! – dijimos casi al unísono-. Al saludar a mi primito, me percaté de la mirada hambrienta que le estaba dedicando a nuestras tostadas de aceite y tomate rayado recién extraído del huerto.

          - Martín – llamé sin aguantar la risa -, me da la impresión de que serías capaz de hacer cualquier cosa por una de esas tostadas ¿no es así?-.

      Me divertía dirigirme al pequeño Martín como si tuviera mi edad. Como naturalmente me miró con cara de “¿qué narices estás diciendo, Antonio?” me decidí por concretar:

-           -  Te pregunto si quieres una tostada de tomatillo rayado del abuelo, de esas que te gustan tanto.- dije como si le estuviera hablando a un niño de dos años y medio -.
  
      No tuve ocasión de oír su respuesta ya que sin mediar palabra fue directo a por la tostada más grande y con más tomate cultivado en casa. Al terminar de desayunar me dirigí al interior de la casa con un “después me sigues contando, abuelo”. Volvería a escucharle una y mil veces.

      Aunque ya había dado el beso de buenos días a mi abuela, ya que era la madrugadora por excelencia, volví a la cocina para darle un achuchón de esos que nunca se me gastan. Carmela es una de esas abuelas que da igual el número de veces que te encuentres con ella, ya que siempre te tiene preparada una cariñosa sonrisa.

      Aquella mañana de julio me había despertado con ganas de descubrir rincones nuevos, era una idea que me venía rondando desde hace unos días y no dudé que esa mañana era la ocasión perfecta porque no había nada planeado hasta la hora de la comida. Así que le quité el candado a mi bicicleta de sillín y manillar de cuero marrón y puse rumbo a lo desconocido empezando por la carretera principal del pueblo en el que se situaba el chalet de mis abuelos, Ogíjares.

      La carretera por la que circulaba en ese momento era de todo menos desconocida ya que era la que teníamos que tomar cada vez que queríamos ir al centro de la ciudad, es decir, todos los días. Pero por suerte aun recordaba el antiguo colegio de mi prima Isabel, digo antiguo porque hace unos años se cambió a uno religioso en el centro de la ciudad. Siempre que íbamos con mi tía Maite a recogerla al colegio del pueblo, cosa que me hacía mucha ilusión ya que de estar en nuestra ciudad seríamos mi hermana y yo a los que alguien tendrían que recoger, me llamaba la atención un sendero de tierra que profundizaba en un bosque a lo lejos que se podía divisar desde la entrada principal del colegio. No dudé en cambiar de dirección bruscamente, lo que casi me cuesta un atropello por culpa de mi falta de atención al circular con la bicicleta por carretera. Esto último podría ser causa de catástrofe personal, porque a mi madre no le hacía mucha gracia que vaya a todas partes en bicicleta, tengo que mandarle un mensaje cada vez que llego a cualquier sitio y solo falta que descubra mi carencia de esmero por carretera para que me despida de uno de mis valores más preciados para siempre, mi querida bicicleta de sillín y manillar de cuero marrón.

      Justo el momento anterior a adentrarme en el misterioso camino sentí unas inconfundibles ganas de dar media vuelta y regresar a casa por miedo a perderme o por la incertidumbre de no saber que me deparaba aquel sendero. Pero me incitó a seguir la idea de que al volver a casa a las nueve de la mañana la mayoría estaría dormida. Así que, sin volver a pensarlo, puse la marcha de la bicicleta al seis y comencé a avanzar por aquella pedregosa ruta.
  
      Conforme atravesaba el inicio de la senda el bosque dejó de serlo y comenzaron a levantarse a los lados unos muros de hormigón cuya altura no puede admirar por la atención que mantenía en no toparme de narices con aquel suelo repleto de piedras afiladas.
  
      Más adelante, pude observar a lo lejos una reja en forma de puerta, supuse que sería la entrada a una finca. Cuando alcancé la altura a la que estaba el enrejado, la mirada del pastor alemán más grande que haya visto nunca me siguió durante los segundos que pasé por delante de su hocico. No se inmutó, aglomeró sus esfuerzos en desconcentrarme con su mirada desafiante.
  
      No existe ningún tipo de duda de que consiguió su propósito. El maldito perro hizo desviar mi atención del sendero y del pedaleo hasta que me vi en el suelo, cosa rara en mí. Me incorporé.  Sacudí el polvo de mis pantalones y me percaté de las pequeñas desolladuras de mis manos y rodillas, comprensibles después de haber sido las amortiguadoras de la tonta caída. Lo primero que hice fue comprobar el estado de mi bicicleta, que afortunadamente no había sufrido ningún daño. Apenas se habían manchado el sillín y manillar de cuero marrón.
  
      Cuando reanudé la excursión con la bicicleta un poco inestable seguí pedaleando aumentando de velocidad progresivamente para descubrir antes mis ojos, al pasar el muro, una de los paisajes más bonitos que haya podido ver cerca de casa.
  
      En el horizonte se avistaba un sinfín de maíces que provocaban en mi interior un cúmulo de sensaciones que cuesta experimentar en la estresante vida de la ciudad. El terreno en el que se encontraba el mar de maíces estaba a un nivel más bajo del sendero desde el que, pasmado, observaba las vistas. No me había percatado hasta entonces de que el otro muro también había desaparecido. A los lados del sendero no se podía ver más que maíces agitados por la brisa más agradable del mundo que conozco.
  
      Fue cumbre el momento en el que me giré al lado opuesto desde el que observaba inicialmente, cuando alcé la vista y estupefacto, contemplé en su plena grandiosidad las montañas que conformaban la cordillera de Sierra Nevada, incluso con la cumbre ligeramente clareada por la nieve. Sí, no me cabía la menor duda. Esa sensación que recorrió mi cuerpo de sentirse libre, aquel temblor que empezó a surgir en mis piernas y la necesidad de aferrarme a la tierra que pisaba eran signo de la admiración que sentía por aquella ciudad que tanto enamora.
  
        A partir de ese momento perdí la noción del tiempo mientras observaba el paisaje, sentado en el desnivel que había entre el sendero y la gran plantación de maíces, absorto.

      Pudieron pasar treinta minutos hasta que salté al gigantesco huerto a arrancar de sus cimientos unas mazorcas de maíz para merendar esa tarde. Lo que me recordó que debía volver a casa para disfrutar de la compañía de mi familia, que solo unas veces al año podíamos estar juntos. Fue entonces cuando coloqué bien las mazorcas en la alforja trasera de la bicicleta para que no se cayeran durante el ajetreado camino de vuelta y me puse en marcha dejando atrás bruscamente, por los muros, el precioso ambiente del que había disfrutado anteriormente.
  
      Como ya sabía el camino de vuelta, en mi mente comenzaron a rondar ideas sobre qué planes podríamos tener para ese día. No me dio tiempo a pensar mucho ya que antes de lo que creía me vi llegando a casa. Justo antes de girar hacia la calle en cuya placa se podía leer: “Calle Fortuny”, me detuve a observar una vista, de la que antes no me había percatado. Todos los chalets de igual arquitectura se sobreponían en el horizonte. Más allá se alzaba la majestuosa Sierra Nevada, que una vez más me cortó la respiración como si de la cosa más bella del mundo se tratara. 
  
      Continué con el último tramo de la calle Fortuny antes de llegar al número cinco, el hogar de mis abuelos, el mío propio. Llamé al timbre que resonaba en toda la casa. Me abrió mi padre y mientras subía las escaleras hasta llegar a la entrada del edificio me pareció oír demasiado barullo para los que estábamos habitando la casa en esos días. Conforme avanzaba por el pasillo hasta el porche las voces se hicieron muchos más fuertes al mismo tiempo que empecé a escuchar una canción de “Los Ronaldos”. Aparté la cortina de la puerta del porche que daba al jardín y abrí la puerta de cristal.
  
      Allí estaban todos. ¡Era el día! La comida familiar de todos los años. Hermanos, tíos, primos, abuelos, bisabuelos…
  
      La felicidad que me invadió en un instante me hizo recordar el motivo de mi amor por esta ciudad. No era la ciudad lo que me enamoraba, tampoco lo era el olor a frío que se sentía en invierno. Era la familia que tenía, la que se quería sin condiciones. Esa familia que tantos recuerdos ha grabado en mi memoria, en estos dieciséis años de fabulosos momentos incrustados en mi retina.

  

      Fue justo el momento en el que vinieron todos a saludarme en el que reflexioné acerca de cuánto les quería y cuánto les echaría de menos cuando no estuviese… 



“Una familia feliz no es sino un paraíso anticipado”
John Browring